Oración introductoria
Señor, gracias por este domingo, día en que celebramos tu resurrección. Creo que tu siempre caminas conmigo y que hoy también quieres asombrarme con tu mensaje de salvación. Dame la fe de María, una fe que me haga entregarme, no a unas ideas o a una doctrina, sino a tu persona amada. Una fe que me lleve a ver mucho más allá de las dificultades y que me haga perseverar en toda circunstancia.
Lectura del Santo Evangelio según san Marcos 6, 1-6
En aquel tiempo, Jesús fue a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?» Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: «Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa.» Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe. Y recorría los pueblos del contorno enseñando.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
Reflexión
En una ocasión vinieron a Jesús unos discípulos de Juan el Bautista a preguntarle si El era el Mesías o tenían que esperar a otro. Es difícil decir si a Juan, estando ya encarcelado por Herodes Antipas, le haya entrado alguna duda acerca del Señor; o si, más bien, viendo que se hallaba ya a las puertas de la muerte, haya querido acercar a sus discípulos a la persona de Jesús y confirmar su fe en El como Mesías. Sea como sea, la respuesta de nuestro Señor fue maravillosa: apela a las obras que ellos mismos están viendo: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados". Estos eran, precisamente, los signos que había anunciado el profeta Isaías como característicos del futuro Mesías (Is 61, 1-3) y que Lucas recoge también al inicio de su evangelio como inauguración del ministerio público de Jesús (Lc 4, 16-30). Pero, no contento con este argumento, añade el Señor como colofón: "Y bienaventurado el que no se escandaliza de mí" (Mt 11, 4-6).
¿Es que alguien podía escandalizarse de Jesús? “Escándalo" es una palabra de origen griego, que significa "ser piedra de tropiezo o de caída para alguno". ¿Y cómo el Señor podía servir de tropiezo para alguien, si había venido a este mundo a salvarnos? ¿Cómo nos podía hacer caer si vino a levantarnos del pecado en el que yacíamos? Y, sin embargo, durante su vida pública, muchos judíos sí se escandalizaron de El.
Ante todo, los escribas y los fariseos. Eran supuestamente gente piadosa, culta, muy versados en las Sagradas Escrituras y en materia de religión. Pero muchos de ellos eran hipócritas y legalistas, altaneros, orgullosos y muy amantes de sus propios honores, poderes y seguridades personales; con su fama de "santidad" engañaban al pueblo y se servían de ellos para su propio medro y para alimentar su codicia y ambición. Pero, sobre todo, no creían en Jesús y veían en El a un rival, a un adversario. Y se escandalizaban de El. Como les diría nuestro Señor: ni ellos entraban al reino de los cielos, ni dejaban entrar a los que querrían entrar.
Estaban, además, los saduceos y los zelotas, que eran la clase dirigente en Israel. Supuestamente debían ser personas buenas y religiosas por ser de la estirpe sacerdotal; pero, en realidad, ostentaban el poder de forma tiránica, hombres sin escrúpulos ni principios morales, que sólo se interesaban por el dinero y por aumentar su influencia política bajo pretextos religiosos. ¡Una forma de fundamentalismo y de fanatismo religioso, ya en tiempos de Jesús!
Pero también muchos judíos del pueblo, duros de corazón, no creían en Jesús ni en su mesianismo redentor. A éstos los encontramos en el Evangelio, movidos por su incredulidad, siempre discutiendo y enfrentándose contra nuestro Señor, poniendo en tela de juicio su doctrina, sus comportamientos e incluso sus mismos milagros. No creen en El a pesar de los prodigios que obra. Un caso típico de escándalo lo encontramos después del milagro de la multiplicación de los panes y del discurso eucarístico de Jesús. "Desde entonces -nos dice san Juan- muchos de sus discípulos se retiraron de El y ya no lo seguían" (Jn 6, 66).
Pero no sólo son los enemigos y los "extraños" los que se escandalizan de Jesús. Aunque parezca increíble, también entre sus amigos, sus parientes y sus paisanos encuentra gente que no cree en El y que no lo acepta como Mesías. En una ocasión, durante su vida pública, fue al pueblo en que se había criado, y la gente comenzó a murmurar de El. ¿Cómo era posible que el "hijo del carpintero" se dedicara a enseñar en las sinagogas, a predicar y a hacer milagros, siendo que era uno de ellos? "¿De dónde saca éste todo eso? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón?" -se preguntaban-. Creían que lo conocían; pero no tenían ni idea de quién era realmente. Lo miraban con ojos demasiado humanos, con criterios muy terrenos y carnales. Les faltaba el mínimo de fe para aceptarlo como era en verdad. Y desconfiaban de El. Y por eso -nos dice el evangelista- no hizo allí ningún milagro, sino sólo curó a algunos pocos. Y se extrañó de su falta de fe.
Ya el anciano Simeón lo había profetizado, siendo Jesús todavía un infante, cuando sus padres llevaron al Niño en brazos para presentarlo al Señor: "Este niño -le dijo Simeón a María– está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y será como un signo de contradicción; y a ti una espada te traspasará el alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2, 34-35). Sería piedra de tropiezo y de caída para muchos.
Pero el escándalo, la mayoría de las veces no viene del exterior, sino que nace en nuestro propio corazón. No es que los demás nos escandalicen por la manera como se comportan o por las cosas malas que hacen -aunque alguna vez sí pueden contribuir a ello-. En realidad, somos nosotros mismos los que nos escandalizamos por la malicia que se acurruca en el fondo del corazón y por las malas inclinaciones que llevamos en nuestro interior, y caemos en pecado.
Y quien se escandaliza de algunas cosas de la Iglesia, de los sacramentos, de los sacerdotes y hasta del Papa, antes se han escandalizado ya del mismo Jesús. Nos pasa como a los judíos, que escuchaban sus palabras con espíritu crítico y racionalista, con prevenciones y recelo, con malicia y, en definitiva, sin ninguna fe en El. Si sólo vemos la parte meramente humana y exterior de las personas -aun de las más santas- y nos acercamos a las realidades sagradas sin fe, seguro que caeremos en el escándalo y nos alejaremos de Dios. Pero la culpa no será de El, sino de nuestra soberbia e incredulidad.
En una ocasión vinieron a Jesús unos discípulos de Juan el Bautista a preguntarle si El era el Mesías o tenían que esperar a otro. Es difícil decir si a Juan, estando ya encarcelado por Herodes Antipas, le haya entrado alguna duda acerca del Señor; o si, más bien, viendo que se hallaba ya a las puertas de la muerte, haya querido acercar a sus discípulos a la persona de Jesús y confirmar su fe en El como Mesías. Sea como sea, la respuesta de nuestro Señor fue maravillosa: apela a las obras que ellos mismos están viendo: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados". Estos eran, precisamente, los signos que había anunciado el profeta Isaías como característicos del futuro Mesías (Is 61, 1-3) y que Lucas recoge también al inicio de su evangelio como inauguración del ministerio público de Jesús (Lc 4, 16-30). Pero, no contento con este argumento, añade el Señor como colofón: "Y bienaventurado el que no se escandaliza de mí" (Mt 11, 4-6).
¿Es que alguien podía escandalizarse de Jesús? “Escándalo" es una palabra de origen griego, que significa "ser piedra de tropiezo o de caída para alguno". ¿Y cómo el Señor podía servir de tropiezo para alguien, si había venido a este mundo a salvarnos? ¿Cómo nos podía hacer caer si vino a levantarnos del pecado en el que yacíamos? Y, sin embargo, durante su vida pública, muchos judíos sí se escandalizaron de El.
Ante todo, los escribas y los fariseos. Eran supuestamente gente piadosa, culta, muy versados en las Sagradas Escrituras y en materia de religión. Pero muchos de ellos eran hipócritas y legalistas, altaneros, orgullosos y muy amantes de sus propios honores, poderes y seguridades personales; con su fama de "santidad" engañaban al pueblo y se servían de ellos para su propio medro y para alimentar su codicia y ambición. Pero, sobre todo, no creían en Jesús y veían en El a un rival, a un adversario. Y se escandalizaban de El. Como les diría nuestro Señor: ni ellos entraban al reino de los cielos, ni dejaban entrar a los que querrían entrar.
Estaban, además, los saduceos y los zelotas, que eran la clase dirigente en Israel. Supuestamente debían ser personas buenas y religiosas por ser de la estirpe sacerdotal; pero, en realidad, ostentaban el poder de forma tiránica, hombres sin escrúpulos ni principios morales, que sólo se interesaban por el dinero y por aumentar su influencia política bajo pretextos religiosos. ¡Una forma de fundamentalismo y de fanatismo religioso, ya en tiempos de Jesús!
Pero también muchos judíos del pueblo, duros de corazón, no creían en Jesús ni en su mesianismo redentor. A éstos los encontramos en el Evangelio, movidos por su incredulidad, siempre discutiendo y enfrentándose contra nuestro Señor, poniendo en tela de juicio su doctrina, sus comportamientos e incluso sus mismos milagros. No creen en El a pesar de los prodigios que obra. Un caso típico de escándalo lo encontramos después del milagro de la multiplicación de los panes y del discurso eucarístico de Jesús. "Desde entonces -nos dice san Juan- muchos de sus discípulos se retiraron de El y ya no lo seguían" (Jn 6, 66).
Pero no sólo son los enemigos y los "extraños" los que se escandalizan de Jesús. Aunque parezca increíble, también entre sus amigos, sus parientes y sus paisanos encuentra gente que no cree en El y que no lo acepta como Mesías. En una ocasión, durante su vida pública, fue al pueblo en que se había criado, y la gente comenzó a murmurar de El. ¿Cómo era posible que el "hijo del carpintero" se dedicara a enseñar en las sinagogas, a predicar y a hacer milagros, siendo que era uno de ellos? "¿De dónde saca éste todo eso? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón?" -se preguntaban-. Creían que lo conocían; pero no tenían ni idea de quién era realmente. Lo miraban con ojos demasiado humanos, con criterios muy terrenos y carnales. Les faltaba el mínimo de fe para aceptarlo como era en verdad. Y desconfiaban de El. Y por eso -nos dice el evangelista- no hizo allí ningún milagro, sino sólo curó a algunos pocos. Y se extrañó de su falta de fe.
Ya el anciano Simeón lo había profetizado, siendo Jesús todavía un infante, cuando sus padres llevaron al Niño en brazos para presentarlo al Señor: "Este niño -le dijo Simeón a María– está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y será como un signo de contradicción; y a ti una espada te traspasará el alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2, 34-35). Sería piedra de tropiezo y de caída para muchos.
Pero el escándalo, la mayoría de las veces no viene del exterior, sino que nace en nuestro propio corazón. No es que los demás nos escandalicen por la manera como se comportan o por las cosas malas que hacen -aunque alguna vez sí pueden contribuir a ello-. En realidad, somos nosotros mismos los que nos escandalizamos por la malicia que se acurruca en el fondo del corazón y por las malas inclinaciones que llevamos en nuestro interior, y caemos en pecado.
Y quien se escandaliza de algunas cosas de la Iglesia, de los sacramentos, de los sacerdotes y hasta del Papa, antes se han escandalizado ya del mismo Jesús. Nos pasa como a los judíos, que escuchaban sus palabras con espíritu crítico y racionalista, con prevenciones y recelo, con malicia y, en definitiva, sin ninguna fe en El. Si sólo vemos la parte meramente humana y exterior de las personas -aun de las más santas- y nos acercamos a las realidades sagradas sin fe, seguro que caeremos en el escándalo y nos alejaremos de Dios. Pero la culpa no será de El, sino de nuestra soberbia e incredulidad.
Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
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